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El trágico arte de viajar para Instagram

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El trágico arte de viajar para Instagram

El trágico arte de viajar para Instagram

Antes, viajar era perderse para encontrarse; hoy es posar para perderse todavía más. Hemos pasado de ser Marco Polo a Marco Selfie, de exploradores a “selfieadores” profesionales, cuyo mayor logro es combinar perfectamente el huipil con una puesta de sol que encontramos en Pinterest, titulada con algún poema de Pablo Neruda.

Imagina la escena: por fin pisas Machu Picchu, esa maravilla que prometiste visitar cuando tu maestro de historia te cachó babeando sobre el pupitre. Frente a la grandeza andina, ¿qué haces? En lugar de respirar profundamente, te peleas con tu media naranja porque “otra vez saliste como perro atropellado en la selfie”. Terminas echándole la culpa al universo, a tu celular chino y al WiFi que te abandona justo en el clímax, exactamente como aquel ex que juró que siempre estaría contigo.

Hoy, la experiencia viajera es una tragicomedia donde visitamos ruinas sin tener idea de qué diablos pasó ahí, como “La Pirámide del Sol que construyeron los aztecas… o ¿eran los mayas? Bueno, los extraterrestres”. Admiramos templos que confundimos con tiendas Oxxo en obra negra y posamos como filósofos frente a columnas griegas, aunque nunca terminamos de entender ni la columna ni la filosofía.

El Coliseo romano ya no evoca gladiadores, sino influencers mostrando músculos que Dios no les dio, pero que Instagram milagrosamente les presta. La Torre Eiffel, ese majestuoso símbolo parisino, es solo un accesorio más para poner de fondo mientras levantamos una pierna como flamenco, jurando que nadie jamás en la vida había hecho semejante ridiculez.

El viajero moderno es una mezcla entre Cantinflas y Kafka, confundido por un mundo absurdo en el que buscamos conexión humana pegados a una pantalla que nos da más “likes” que conversaciones reales. Somos esclavos felices del “refuerzo pavloviano”, babeando cada que vibra el celular, como quien espera la quincena que nunca alcanza.

Ya no hablamos con locales; preferimos hablarle a la cámara frontal del celular, que nos entiende y jamás nos contradice. ¿Comida típica? Da igual si sabe a mole o a cartón mojado, lo importante es que luzca bonita junto al café con espuma en forma de corazón o junto a tacos veganos que combinen con nuestros pantalones orgánicos comprados en Coyoacán.

Tal vez un día alguien invente un filtro que nos permita viajar desde la comodidad del sofá, “pa’ no cansarnos y así no contaminar”. Mientras tanto, seguiremos sacrificando la esencia misma del viaje por ese pequeño corazón rojo que, como dice el refrán popular mexicano: “ni llena, ni satisface, pero ¡ah, cómo entretiene!”.

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